Miré por las ventanas del tren
-que me llevaba hasta ti-
justo un par de minutos antes de
llegar a la estación,
un par de minutos antes de volver a
verte.
Yo no sabía si aquellas semanas
habían sido meses eternos,
años insoportables,
siglos eternizables
tanto para ti
como lo habían sido para mí .
Sonreí porque vi tu silueta a
través de la ventana de mi vagón,
estabas esperándome en un banco de
la estación,
inquieta, moviendo las piernas
y tocándote el pelo con las manos,
así que pensé
-inmodestamente-
que también te morías de los
nervios por verme.
Escuché un trueno feroz
que me sobresaltó y me sacó de mi
feliz ensimismamiento
y unas gotas asesinas más que
fuertes
empezaron a golpear,
sin miramiento alguno,
aquellas ventanas
-antes limpias-
por las cuales había estado
viéndote.
La amable y educada azafata de
turno
aseguró que ya se había terminado
el viaje,
que el fin del trayecto nos devolvía
a casa o a un distinto lugar,
pero que debíamos bajar del tren y
salir de allí
sin olvidar nuestros equipajes.
Agradeció nuestra confianza en usar
el tren como medio de locomoción
y yo me apresuré en rescatar la
bolsa de mano que tenía en mi asiento
y a dar empujones a la gente lenta
y que se aturrulla cuando va de viaje.
Cuando logré salir solamente busqué
tus brazos,
esos que llevaban tanto tiempo sin
darme calor
-o amor que para mí son lo mismo-
y las gotas de lluvia que ya había
olvidado
se apoderaron de mí,
mojándome las gafas y bañándome el
cabello,
empapando mi maleta y mi ropa,
haciendo que todas las gentes se
volvieran locas
y no pararan de correr.
Aún no he logrado comprender cuánto
daño puede hacer un poco de lluvia.
Tus ojos perdidos,
desesperados,
me encontraron por fin como un
radar
y tus pasos lentos se volvieron
raudos
hasta poder alcanzarnos.
No recuerdo cuanto fue
pero nuestro beso resultó eterno.
Las gentes nos miraban
y yo aun sin verlos sentí en mí sus
maliciosos ojos
y su envidia insana,
su criticar abstracto
y pude escuchar, a lo lejos, los
improperios más tontos que hay.
Nosotras dos simplemente nos
besamos
y la lluvia nos lavó las caras
nos purifico los labios
nos bautizó los besos
nos descubrió las almas
nos santificó el silencio
y nos unió, por fin, en pagano
casamiento.